El Maravilloso Mundo de Godi

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Para entender el presente… julio 7, 2010

Mi infancia estuvo rodeada de libros. Mis padres solían comprarme muchos dado que creían que era una buena forma de diversión. Mi mamá leía bastante, y yo solía pararme, con mis apenas cientodiez o cientoveinte centímetros,  frente a la inmensa biblioteca a admirar su colección de obras e imaginar el momento en que tuviera la edad – y creo que también la altura- suficiente para leerlos.

Creo que los libros marcan etapas, que, a lo largo de la vida, uno va leyendo obras que significan demasiado en ese momento en particular, con los cuales nos sentimos totalmente identificados, cambian algunas cosas, dejan muchas otras, que, al cerrar la última página del libro, uno sabe que alguna transformación adentro produjo.

Recuerdo algunos de los libros que me regalaron cuando era chica. Uno – del cual no puedo evocar su nombre, pero que aún conservó en el baúl en el que guardo mis más preciados tesoros- en el que el personaje principal era una paloma que ayudaba a un nene que se había perdido. La hermosísima historia de “Cenicienta”, que hacía soñarme una princesa esperando que mi príncipe viniera a rescatarme. Otro de los cuentos que leí fue “La Bella Durmiente”, aún hoy aparecen en mi mente sus imágenes como si las hubiese mirado ayer, los dibujos, recuerdo como solía sentarme a apreciarlos una y otra vez. “Aladín” generó que cada vez que veía una lámpara la frotase con el fuerte deseo de que de ella saliera algún genio destinado a ayudarme, lo cual, por supuesto -y a mi pesar-, nunca sucedió.

De chica disfrutaba pasarme la tarde entera en la casa de mi abuelo paterno, un hombre alto y gordo, que, a pesar de su fuerte apariencia, supo ser la persona más dulce y tierna que conocí. Su acento era una especie de mezcla entre el gallego y el español, que a muchos les costaba descifrar, pero a mí me resultaba divertido. Él nunca supo ni leer ni escribir, ya que no había podido ir a la escuela por causa de una infancia muy difícil marcada por la pérdida de ambos padres.

A pesar de no saber leer, jamás voy a olvidarme de la inteligencia y del amplio conocimiento  que tenía mi abuelo Feliciano. Cada vez que iba a su casa le pedía que me cuente alguna anécdota de la Guerra Civil Española, en la que él había combatido. Hablaba con una inmensa pasión, con el tono de voz fuerte, que no lograba esconder sus ojos llorosos, la melancolía que produce el exilio, las cicatrices que dejan los años y los obstáculos. Su recuerdo y el grandísimo sentimiento por su patria, me llevaron  a intentar recuperar mis raíces entre las líneas de los poemas de Federico García Lorca.

Por aquellos años, a mi hermana y a mí, nos dio una extraña obsesión por leer y coleccionar información acerca de la historia de Egipto y de las diferentes narraciones mitológicas. Tardes enteras leyendo acerca de Nefertiti o Nefertari, de las maldiciones de Tutankamon, de Ramsés o de las diferentes hipótesis acerca de la esfinge, soñando con convertirme algún día en arqueóloga y viajar al África a poder admirar los lugares que observaba en aquellas revistas y recortes.

Mi relación con la lectura fue pasando por diferentes etapas vinculadas a mis cambiantes gustos. Un tiempo fue la historia egipcia, otro fueron las novelas de terror –al estilo “Escalofríos”-, en otros las poesías de Jorge Luis Borges –siempre recuerdo una hermosa que se llamaba “Despedida”-, Pablo Neruda y Mario Benedetti, hubo períodos en los que Allende – con su atrapante historia “La casa de los espíritus” o “Retrato en Sepia”- y Sábato –con sus monólogos interiores de “La Resistencia” o “El ´Túnel”- fueron mis debilidades. Pero, a lo largo de toda mi vida, lo que se mantuvo es mi pasión por leer, por zambullirme en las palabras inmortalizadas en las hojas, por identificarme con algunos personajes o maravillarme con otros.

En sexto año de la escuela primaria, fue el primer curso en que nos hicieron leer varios libros, tarea que disfruté muchísimo, no lo sentía como un deber, sino como un placer. Uno de ellos, y el que más recuerdo, fue “A filmar canguros míos”, una recopilación de diferentes cuentos que hicieron llevadero el leerlos, divertidos, graciosos y fantasiosos. Y así, fui descubriendo lo que los relatos podían significar, porque uno cuando lee va imaginando a su modo la historia que es contada, dibujando en la mente a los diferentes personajes y lugares.

“Mi planta de Naranja Lima” fue un libro que me marcó muchísimo, que dejó una huella dentro mío, esa historia no sólo me hizo lagrimear, sino que también me llevó a reflexionar muchísimo acerca de la vida, de las cosas que pasan, de los obstáculos que hay que enfrentar y la actitud que uno toma frente a los problemas. En ese momento entendí que los libros generan un cambio, no sólo sirven para entretener, sino que, al zambullirse en sus hojas, alguna enseñanza va a adquirirse, algo va a quedar.

A medida que mi pasión por la lectura iba aumentando, mis deseos de escribir también crecían a la par. Cada vez que terminaba de leer alguna obra, me decidía a comenzar a garabatear mi propio libro, el cual, al cabo de rellenar algunas hojas, terminaba por abandonar decepcionada. Pero nunca deje de intentarlo, poemas, cuentos, palabras unidas que para mí, en ese momento, tenían un significado especial, sueños que intentaba reflejar en papel, visiones del mundo desde mi propia óptica e historia.

Y leí “Estudio en escarlata” y me imagine detective,  cuando fue “Romeo y Julieta” soñé mi propio amor trágico, cuando conocí a Mafalda quise cambiar el mundo a mi modo y con “La casa de Bernarda Alba” inventé ser uno de los personajes. Y así, me hacía a mí misma en base a lo que leía, a lo que otras personas habían escrito, imaginado.

Y ya de más grande, me emocione hasta las lágrimas con el personaje del Sem Pernas de “Capitanes de la arena” o con la descripción de la noche de los cristales rotos que delinea Marcos Aguinis en “La matriz del infierno”. Y el deseo de crear personajes inmortales iba creciendo, las ganas de utilizar las palabras para contar lo que sentía, las cosas que veía, lo que me sucedía. Y así, conseguí una llave de mi habitación y trababa la puerta, ponía la música no tan alta –a un volumen que me permitiera pensar- y escribía, lo que me salía, lo que quería contar.

Y la lectura también me conectaba con otros, si leía Allende debatía con mi mamá o con mi hermana acerca de sí Clara lo amaba o no a Esteban en “La casa de los espíritus”, y si leía algún cuento de Eduardo Sacheri –especialmente alguno de fútbol- lo comentábamos con mi papá, y si se trataba de algo relacionado con historia se lo contaba a mi abuelo, y así con cada persona que tenía cerca.

Y así también, es como se volvió indispensable llevar siempre en la cartera algún libro y cualquier ratito libre o momento a solas, leer aunque sea un fragmento, en la sala de espera de algún consultorio o mientras aguardo la entrada a una clase, o para distraerme un rato, para desconectarme.

Escribir se transformó en una especie de desahogue, cuando la vorágine aturde o duele el pecho o algo me tiene feliz o reflexionando, las palabras sirven para calmar, para sacar de adentro, para conectarme conmigo, para volver a poner los pies sobre el suelo y sentir que todo va volviendo a su estado habitual, o como las cosas malas disminuyen de tamaño, o que el pecho se abre o que la vida vuelve a encaminarse.

Las etapas cambian, y los libros que elegimos cambian a la par. Y se conocen personas con las que uno se va identificando, y como una especie de transferencia, uno va intercambiando libros, recomendando uno que cree que a la otra persona le puede llegar a gustar. “El lobo estepario” para los soñadores, “Un mundo feliz” para los analíticos, “Úselo y tírelo” para los ecologistas, algún cuento de Fontanarrosa para los futboleros. Hay libros para cada persona.

Y, de esta forma, por causa de mi pasión por leer, de los libros que otras personas creen que son indicados para mí, nació mi adicción a recorrer las librerías, buscando libros baratos, viejos, piezas inmortales, e irlas acumulando, por más que sepa que aún no las voy a poder leer –por falta de tiempo-, pero sabiendo que en algún momento voy a poder hacerlo.

Descubrir, entre una pila de libros viejos, “Yo, Jefe del Servicio Secreto Militar Soviético” –de Gualterio Krivitsky- con sus páginas amarillas por completo, o “Crimen y Castigo” de Dostoievski, o “La insoportable levedad del ser” de Milan Kundera. Y la emoción que provoca cuando se abre el libro por primera vez para sentarse a leerlo – con el mate por supuesto- y la contradictoria oscilación  entre tristeza y ansiedad que sentimos cuando nos damos cuenta que las hojas que quedan para terminar ya son pocas.